En el Piccadilly se celebraba “La Noche de las Solteras” y unos colegas tenían muchas ganas de ir. Sonaba bien, pero era una trampa. Por lo visto las Solteras eran una parejita de chicas djs del palo moderno-lesbiano y, de hecho, se dice, y a mi me lo pareció, que el Piccadilly es un nicho de lesbianitas. Las había, en parejas, dándose piquitos. Además, mi amigo más antiguo en ese grupo decidió que no quería seguir allí, así que me quedé con los otros amiguetes, a los que conozco gracias a él. Digamos que se fue el nexo del grupo.
Me sentía un poco solo y decidí explorar. Al salir del baño, en la planta alta, vi a una chica que se colaba en la zona de sofás y, al echar un vistazo y comprobar que estaba sola, decidí sentarme en el sofá de enfrente. Y me puse a hablar con ella. De la disco, de la leyenda de que el Piccadilly, antes de ser guarida de modernos fue puticlub de lujo. El diseño del local invita a pensar que la leyenda es cierta. La chica era pequeñita y muy guapa, jovencísima. Sacó una crema hidratante para los labios y le pedí, por favor, que me dejase introducir mi dedo índice es ese pequeño recipiente, porque mis labios lo iban a agradecer. Empiezo a entender cómo funcionan las interacciones. Bla bla bla. No pienses, habla. Bla bla bla. La chica me contó que iba al Piccadilly porque estaba enamorada del camarero, aunque él no lo sabía. Luego, después de que ella bajase a la planta baja, me asomé a mirar al camarero y me pregunté qué pareja podían formar esa nena indie de metro sesenta y el coloso musculoso que servía copas tras la barra.
Como no había agotado la consumación, me puse en la cola. Y entonces aparecieron dos chicas que parecían tener mucha prisa. Las llamaré C. y V., la bajita y la alta. Bromeé con ellas, diciéndoles que no iba a permitir que se colasen. Y entraron al trapo. Bla bla bla. Estuvimos varios minutos y me volví con los colegas, pero el anzuelo ya estaba echado. El local, abarrotado. Siguió la fiesta. Al rato vi cerca a la parejita de la cola. Me acerqué, retomé el tema de las bebidas, con el que habíamos interactuado un rato antes. Lo importante es hablar. Bla bla bla. Me sentía bien, fluyendo con la situación. Supongo que estaba en estado. En algún momento las dejé respirar, me volví con los colegas, a varios pasos de distancia. Luego, a la tercera ya no me separé de ellas. Un friki les daba la tabarra. Así lo definió C.: “Sólo nos entran los frikis”. Había tenido más contacto con C., pero de repente V. se cualificaba, incluso le pisaba terreno a su amiga. El friki no se iba. Estaba apoyado en el muro. De vez en cuando volvía a atacar a V., pero su valor naufragaba. Yo inicié el kino con V. Todo iba bien.
Todo fue más que bien. C. se fue a por otra bebida y nos dejó solos. Estaba el friki, para interponerse, y como ella le daba bola, aunque claramente no tenía interés sexual en él, yo no sabía cómo actuar. Acabé aplicándole el kino a él, para apartarlo de la forma más amistosa posible. La chica se dejaba. Intenté besarla. Me hizo una cobra muy dulce. No fue una cobra, fue una retirada muy leve de los labios. Una breve manifestación de su Factor Fulana. Volví a intentarlo un minuto después, y cedió. Nos abrazamos. Mmmmmm. Olía bien. Era una guapetona, una TB 7-8, alta y con cualidades para ser selectiva.
Ella quería. El problema era el friki, que no nos dejaba en paz. Incluso cuando ella dejó de concederle atención, el tipo insistía. Fue de lo más raro que he vivido. Llegaron a haber morreos delante de sus narices y el tipo no cejaba en su empeño. Oí cómo le decía al final: “Me has defraudado. Te besas con tu escolta”. C. decidió que quería irse a casa, y fue un punto de inflexión muy agradable. Salimos a acompañarla a por un taxi. V. estaba muy a gusto conmigo. Volvimos al Piccadilly y subimos a la planta alta. Nos morreamos como quinceañeros, en la zona de butacas.
Y entonces llegó la hora del cierre, y salimos a la ciudad y la noche. No quería separarse de mí. Ante la propuesta de ir a desayunar, dijo que no tenía hambre. Ni su casa ni la mía eran opciones, por diversas razones. Maldita crisis. Me arriesgué y dije: “Vamos a un hotel”. Y le pareció bien.
No fue un hotel, porque la economía no está para excesos, sino un hostal en la zona de la Estación. Pero a mí, al menos, me gustó la experiencia de sentirme un extranjero en mi propia ciudad. Ella me desnudó a mí primero. Qué niña tan guapa. Sus veintiséis años de piel suave como una ofrenda a mi futuro inmediato. Mucho rato después, dormimos muy juntos, muy abrazados, mientras la luz del alba se colaba por la persiana bajada.